Grasse no se limita a sus fragancias: también es una ciudad de arte, cultura y refinamiento. Cada calle empedrada, cada fachada envejecida, cada fuente cubierta de musgo cuenta una historia. En el corazón del casco antiguo, los palacetes de los siglos XVII y XVIII
testimonian la riqueza de una época en la que Grasse era un cruce de caminos, creatividad y elegancia.
La catedral de Notre-Dame-du-Puy, joya arquitectónica que domina la ciudad, alberga tesoros inesperados: tres pinturas de Rubens y una de Fragonard – un guiño a Jean-Honoré Fragonard, hijo ilustre de la ciudad y figura emblemática del rococó. En sus callejones en pendiente, Grasse expone a cielo abierto su alma barroca y meridional, punteada de galerías de arte, talleres de artesanos y frescos discretos que invitan a pasear.
Pero esta creatividad no se limita a las artes visuales. La cocina de Grasse también habla el lenguaje de las flores. Aquí, los chefs juegan con las esencias como los perfumistas con su órgano. Lavanda, rosa, geranio, verbena u azahar se cuelan en siropes, vinagres, mieles, mermeladas… y en platos atrevidos como foie gras con jazmín, verduras confitadas con tomillo, o sorbete de albahaca-limón.
Algunos restaurantes van más allá y proponen menús enteramente concebidos en torno a una nota olfativa. En estas creaciones multisensoriales, el gusto y el olfato se fusionan, y cada bocado se convierte en experiencia.
Grasse es una ciudad que se vive con todos los sentidos. Su arte no se contempla, se respira y se saborea.